Capítulo II
Relaciones del suicidio con los otros fenómenos sociales
Puesto que el suicidio es, por su esencia, un fenómeno social, conviene investigar el lugar
que ocupa entre los otros fenómenos de esta clase.
La primera y más importante cuestión que se plantea en este terreno es la de saber si debe
clasificársele entre los actos que permite la moral o entre los que proscribe. ¿Se ha de ver
en él, en cualquier grado, un hecho criminológico? Se sabe cuán discutida ha sido esta
cuestión en todo tiempo. De ordinario, para resolverla, se empieza por formular cierta
concepción de la idea moral y se busca luego si el suicidio le es o no lógicamente contrario.
Por razones que hemos expuesto en otra parte, este método no puede ser el nuestro. Una
deducción sin prueba es siempre sospechosa, y, además, la de esta especie tiene por punto
de partida un puro postulado de la sensibilidad individual; porque cada uno concibe a su
manera ese ideal moral que se plantea como un axioma. En lugar de proceder así, vamos e
investigar, por lo pronto, en la historia cómo, de hecho, han apreciado moralmente los
pueblos el suicidio; trataremos luego de determinar cuáles han sido las razones de esta
apreciación. No nos quedará entonces más que ver si en la naturaleza de nuestras
sociedades actuales son fundadas estas razones y en qué medida.
I
En cuanto se constituyeron las sociedades cristianas, el suicidio fue formalmente proscrito
de ellas. Desde el 452, el Concilio de Arlés declaró que el suicidio era un crimen y no podía
o ser efecto más que de un furor diabólico. Pero sólo en el siglo siguiente, en 563, en el
Concilio de Praga, fue cuando esta proscripción recibió una sanción penal. Allí se decidió
que los suicidas no serían “honrados con ninguna conmemoración en el santo sacrificio de
la misa y que el canto de los salmos no acompañarla sus cuerpos a la tumba”. La legislación
civil se inspiró en el Derecho canónico, añadiendo penas materiales a las religiosas. Un
capítulo de las ordenanzas de San Luis regula especialmente la materia: se hacia un proceso
al cadáver del suicida ante las autoridades que hubiesen sido competentes para en el caso de
homicidio de otro; los bienes del fallecido se sustraían a los herederos ordinarios e iban a
parar al varón. Un gran número de costumbres no se contentaban con la confiscación, sino
que prescribían, además, diferentes suplicios. “En Burdeos, el cadáver era suspendido por
los pies; en Abbeville, se le arrastraba por las calles sobre unas andas; en Lille, si era un
hombre, el cadáver, arrastrado de mala manera, era colgado; si era mujer, quemado”. Ni
aun la locura se consideraba siempre como causa bastante. La Ordenanza criminal
publicada por Luis XIV en 1670, codificó estos usos, sin atenuarlos mucho. Se pronunciaba
una condena regular ad perpetuam rei memoriam; el cuerpo, arrastrado sobre unas andas,
cara a tierra, por las calles y encrucijadas, era luego colgado o echado al muladar. Los
bienes eran confiscados. Los nobles incurrían en degradación y eran declarados plebeyos.
Se talaban sus bosques, se demolía su castillo, se rompían sus escudos. Poseemos todavía
un decreto del Parlamento de París, acordado en 31 de enero de 1749, en conformidad con
esta legislación.
Por una brusca reacción, la revolución de 1789 abolió todas esas medidas represivas y
suprimió el suicidio de la lista de los crímenes legales. Pero todas las religiones a que
pertenecen los franceses continúan prohibiéndolo y castigándolo, y la moral común lo
reprueba. Inspira, aun a la conciencia popular, un alejamiento que se extiende a los lugares
donde el suicida ha llevado a cabo su resolución y a todas las personas unidas
estrechamente a él. Constituye una mancha moral, aunque la opinión parece poseer una
tendencia a mostrarse, sobre este punto, más indulgente que en otro tiempo. No deja el
hecho por otra parte, de conservar algo de su antiguo carácter criminológico. Según la
jurisprudencia más general, el cómplice del suicidio es perseguido como homicida. No
sucedería así si el suicidio fuera considerado como un acto moralmente indiferente.
Se encuentra esta legislación en todos los pueblos cristianos, y ha continuado casi en todas
partes, más severa que en Francia. En Inglaterra, desde el siglo X, el rey Edgardo, en uno
de los Cánones publicados por él, asimilaba los suicidas a los ladrones, a los asesinos, a los
criminales de toda especie. Hasta el 1823 imperó el uso de arrastrar el cuerpo del suicida
por las calles, con un palo pasado al través, y enterrarlo en un camino público, sin ninguna
ceremonia. Todavía hoy se le inhuma en lugar aparte. El suicida era declarado felón (felo
de se) y sus bienes, incorporados a la Corona. Hasta 1870 no fue abolida esta disposición,
al mismo tiempo que todas las confiscaciones por causa de felonía. Bien es verdad que la
exageración de la pena la había hecho, desde largo tiempo atrás, inaplicable: el Jurado
interpretaba la ley declarando, muy a menudo, que el suicida había obrado en un momento
de locura, y, por consiguiente, era irresponsable. Pero el acto quedó calificado como
crimen; cada vez que se comete, es objeto de una instrucción regular y de un juicio, y, en
principio, la tentativa es castigada.
Según Ferri, aun se instruyeron en 1889, 106 procedimientos por este delito y 84
condenas, solamente en Inglaterra. Con mucha mayor razón ocurre lo mismo con la
complicidad.
En Zurich, cuenta Michelet, el cadáver era sometido en otro tiempo a un tratamiento
espantoso. Si el hombre era apuñalado, se le introducía cerca de la cabeza un pedazo de
madera en el cual se clavaba el cuchillo; si era ahogado; se le enterraba a cinco pies del
agua, en la arena. En Prusia, hasta el Código penal de 1871, el entierro debía de tener lugar
sin pompa ninguna y sin ceremonias religiosas. El nuevo Código penal alemán castiga
todavía la complicidad con tres años de prisión (art. 216). En Austria, las antiguas
prescripciones canónicas se mantienen casi íntegramente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario