lunes, 4 de noviembre de 2019

Políticas Públicas y DD.HH. "Pensar la Dictadura"


“PENSAR LA DICTADURA”

¿QUÉ PASÓ EL 24 DE MARZO DE 1976?
El 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas protagonizaron en la Argentina un nuevo golpe de Estado. Interrumpieron el mandato constitucional de la entonces presidenta María Estela Martínez de Perón, quien había asumido en 1974 después del fallecimiento de Juan Domingo Perón, con quien en 1973 había compartido la fórmula en calidad de vicepresidenta. El gobierno de facto, constituido como Junta Militar, estaba formado por los comandantes de las tres armas: el general Jorge Rafael Videla (Ejército), el almirante Emilio Eduardo Massera (Marina) y el brigadier Orlando Ramón Agosti (Aeronáutica).
La Junta Militar se erigió como la máxima autoridad del Estado atribuyéndose la capacidad de fijar las directivas generales del gobierno, y designar y reemplazar a la Presidenta y a todos los otros funcionarios. La madrugada del 24, la Junta Militar en una Proclama difundida a todo el país afirmó que asumía la conducción del Estado como parte de «una decisión por la Patria», «en cumplimiento de una obligación irrenunciable », buscando la «recuperación del ser nacional» y convocando al conjunto de la ciudadanía a ser parte de esta nueva etapa en la que había «un puesto de luchapara cada ciudadano». El mismo miércoles 24, la Junta tomó las siguientes medidas: instaló el Estado de sitio; consideró objetivos militares a todos los lugares de trabajo y producción; removió los poderes ejecutivos y legislativos, nacionales y provinciales; cesó en sus funciones a todas las autoridades federales y provinciales como así también a las municipales y las Cortes de Justicia nacionales y provinciales; declaró en comisión a todos los jueces; suspendió la actividad de los partidos políticos; intervino los sindicatos y las confederaciones obreras y empresarias; prohibió el derecho de huelga; anuló las convenciones colectivas de trabajo; instaló la pena de muerte para delitos de orden público e impuso una férrea censura de prensa, entre otras tantas medidas. Asimismo, para garantizar el ejercicio conjunto del poder, las tres armas se repartieron para cada una el 33% del control de las distintas jurisdicciones e instituciones estatales (gobernaciones de provincias, intendencias municipales, ministerios, canales de TV y radios). El país fue dividido en Zonas, Subzonas y Áreas en coincidencia con los comandos del Cuerpo del Ejército, lo que implicó la organización y división de la responsabilidad en la tarea represiva sobre aquello que denominaron «el accionar subversivo».
Amplios sectores sociales recibieron el golpe militar en forma pasiva, otros lo apoyaron, otros lo impugnaron y unos pocos lo resistieron. Era una nueva interrupción del marco constitucional –la sexta desde el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen en 1930– que, una vez más, prometía dejar atrás el «caos» imperante y retornar al siempre enunciado y anhelado «orden».
En esta oportunidad, la búsqueda de «orden» supuso comenzar a instrumentar un feroz disciplinamiento, en un contexto caracterizado por la creciente movilización social y política. La sociedad fue reorganizada en su conjunto, en el plano político, económico, social y cultural. La dictadura se propuso eliminar cualquier oposición a su proyecto refundacional, aniquilar toda acción que intentara disputar el poder. El método fue hacer «desaparecer» las fuentes de los conflictos.
Desde el punto de vista de los jefes militares, de los grupos económicos y de los civiles que los apoyaban, el origen de los conflictos sociales en Argentina y de la inestabilidad política imperante luego de 1955, estaba relacionado con el desarrollo de la industrialización y la modernización en sentido amplio. Estos sectores afirmaban que se trataba de un modelo sostenido artificialmente por la intervención del Estado. Entendían que esto motivaba un exagerado crecimiento del aparato estatal y el fortalecimiento de un movimiento obrero organizado, dispuesto y capaz de defender sus derechos e intereses por diversas vías. En la Conferencia Monetaria Internacional de México, realizada en mayo de 1977, el Ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, dijo que el cambio de gobierno constituía «la transformación de la estructura política y económicasocial que el país tuvo durante casi 30 años».
Desde esa perspectiva para sentar las bases del nuevo modelo «era necesario modificar las estructuras de la economía argentina. El cambio propuesto era muy profundo; no bastaba con un simple proceso de ordenamiento, sino que había que transformar normas y marcos institucionales, administrativos y empresariales; políticas, métodos, hábitos y hasta la misma mentalidad », según escribió Martínez de Hoz en las «Bases para una Argentina moderna: 1976-80». Para alcanzar este objetivo la dictadura ejerció dos tipos de violencia sistemática y generalizada: la violencia del Estado y la violencia del mercado.

¿QUÉ FUE EL TERRORISMO DE ESTADO?
Entre 1930 y 1983 la Argentina sufrió seis golpes de Estado. Sin embargo, la expresión «terrorismo de Estado» sólo se utiliza para hacer referencia al último de ellos. La violencia política ejercida desde el Estado contra todo actor que fuera considerado una amenaza o desafiara al poder fue una característica recurrente en la historia argentina. Hay muchos ejemplos de esto: la represión contra los obreros en huelga en la Semana Trágica (1919) y en las huelgas de la Patagonia (1921); los fusilamientos de José León Suárez relatados por Rodolfo Walsh en su libro Operación Masacre (1956); la Noche de los Bastones Largos durante la dictadura de Juan Carlos Onganía (1966) y la Masacre de Trelew (1972), entre tantos otros.
Estos episodios pueden ser evocados como antecedentes de la violencia política ejercida desde el Estado contra sus «enemigos» (aún cuando los primeros: la Semana Trágica y las huelgas patagónicas, acontecieron en el marco de un Estado democrático). En ese sentido están ligados a la última dictadura, sin embargo, el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional implicó un «salto cualitativo» con respecto a los casos citados porque la dictadura de 1976 hizo uso de un particular ejercicio de la violencia política: la diseminación del terror en todo el cuerpo social.
Lo que singularizó a la dictadura de 1976 fue algo que ninguno de los regímenes previos practicó: la desaparición sistemática de personas. Esto es: ciudadanos que resultaron víctimas de secuestros, torturas y muertes en centros clandestinos de detención desplegados a lo largo de todo el país, cuyos cuerpos nunca fueron entregados a sus deudos. La dictadura pretendió borrar el nombre y la historia de sus víctimas, privando a sus familiares y también a toda la comunidad política, de la posibilidad de hacer un duelo frente a la pérdida. ¿Cuáles fueron las notas distintivas del terrorismo de Estado? ¿Por qué esta expresión da cuenta de lo específico de la última dictadura? ¿Qué fue lo que permitió afirmar que se trataba de un acontecimiento novedoso en la larga historia de violencias políticas de la Argentina? Vamos a detenernos en algunos de sus rasgos característicos.
En primer lugar, lo propio del terrorismo de Estado fue el uso de la violencia política puesta al servicio de la eliminación de los adversarios políticos y del amedrentamiento de toda la población a través de diversos mecanismos represivos. Miles de personas encarceladas y otras tantas forzadas al exilio, persecución, prohibiciones, censura, vigilancia. Y fundamentalmente, la puesta en marcha de los centros clandestinos de detención. Según explica Pilar Calveiro en su libro Poder y desaparición se trató de una cruel «pedagogía » que tenía a toda la sociedad como destinataria de un único mensaje: el miedo, la parálisis y la ruptura del lazo social.
En segundo lugar, el terror se utilizó como instrumento de disciplinamiento social y político de manera constante, no de manera aislada o excepcional. La violencia, ejercida desde el Estado, se convirtió en práctica recurrente, a tal punto que constituyó la «regla» de dominación política y social. Se trató, entonces, de una política de terror sistemático.
En tercer lugar, ese terror sistemático se ejerció con el agravante de ser efectuado por fuera de todo marco legal –más allá de la ficción legal creada por la dictadura para justificar su accionar. Es decir, la violencia política ejercida contra quienes eran identificados como los enemigos del régimen operó de manera clandestina. De modo que la dictadura no sólo puso en suspenso los derechos y garantías constitucionales, y a la Constitución misma, sino que decidió instrumentar un plan represivo al margen de la ley, desatendiendo los principios legales que instituyen a los estados modernos para el uso de la fuerza. Se violaron así las normas para el uso legítimo de la violencia y el Estado se transformó en el principal agresor de la sociedad civil, la cual es, en definitiva, la que legitima el monopolio de la violencia como atributo de los estados modernos.
••En cuarto lugar, el terrorismo de Estado que se implantó en la década del setenta en Argentina deshumanizó al «enemigo político», le sustrajo su dignidad personal y lo identificó con alguna forma del mal. Una de las características fundamentales de la dictadura argentina consistió en criminalizar al enemigo a niveles hiperbólicos: la figura del desaparecido supuso borrar por completo toda huella que implicara alguna forma de transmisión de un legado que se caracterizara como peligroso. La sustracción de bebés también puede ser pensada como una consecuencia de esta forma extrema de negarle dignidad humana al enemigo político.
Es decir que una característica distintiva del Estado terrorista fue la desaparición sistemática de personas. El Estado terrorista no se limitó a eliminar físicamente a su enemigo político sino que, a la vez, pretendió sustraerle todo rasgo de humanidad, adueñándose de la vida de las víctimas y borrando todos los signos que dieran cuenta de ella: su nombre, su historia y su propia muerte.
••En quinto lugar, el uso del terror durante la última dictadura tuvo otra característica definitoria: dispuso de los complejos y altamente sofisticados recursos del Estado moderno para ocasionar asesinatos masivos, de mucho mayor alcance que aquellos que podían cometer los estados del siglo XIX.
••Por último, el Estado terrorista, mediante la internalización del terror, resquebrajó los lazos sociales y distintos grupos, sectores sociales, formas de pertenencia y prácticas culturales comunes, fueron desgarradas: ser joven, obrero, estudiante, pertenecer a un gremio, representar a un grupo, fueron actividades «sospechosas» frente al Estado. Si defender y compartir ideas junto a terceros con objetivos en común implicaba la desaparición, la pauta que comenzó a dominar en las prácticas sociales más básicas fue la de un individualismo exacerbado que continuó manifestándose más allá del 10 de diciembre de 1983; y que a su vez permitió el avance en la destrucción de conquistas sociales fundamentales a lo largo de las décadas del ochenta y del noventa.
En estas seis características podemos resumir algunos rasgos definitorios del terrorismo de Estado, un régimen que se inscribe en la compleja historia política de la Argentina y que, al mismo tiempo, parece no tener antecedentes en esa misma historia.


¿QUÉ ES LA FIGURA DEL DESAPARECIDO?
En 1979, en una entrevista periodística, el dictador Jorge Rafael Videla dijo una frase que con el tiempo se volvió tristemente célebre: «Le diré que frente al desaparecido en tanto este como tal, es una incógnita, mientras sea desaparecido no puede tener tratamiento especial, porque no tiene entidad. No está muerto ni vivo… Está desaparecido»2. La palabra «desaparecido», tanto en Argentina como en el exterior, se asocia directamente con la dictadura de 1976, ya que el terror estatal tuvo como uno de sus principales mecanismos la desaparición sistemática de personas.
El término «desaparecido» hace referencia, en primer lugar, a aquellas personas que fueron víctimas del dispositivo del terror estatal, que fueron secuestradas, torturadas y, finalmente, asesinadas por razones políticas y cuyos cuerpos nunca fueron entregados a sus deudos y, en su gran mayoría, todavía permanecen desaparecidos.
Otras dictaduras de Latinoamérica y el mundo también secuestraron, torturaron y asesinaron por razones políticas, pero no todas ellas produjeron un dispositivo como la desaparición de personas y el borramiento de las huellas del crimen. Lo específico del terrorismo estatal argentino residió en que la secuencia sistematizada que consistía en secuestrar-torturar-asesinar se apoyaba sobre una matriz cuya finalidad era la sustracción de la identidad de la víctima. Como la identidad de una persona es lo que define su humanidad, se puede afirmar que la consecuencia radical que tuvo el terrorismo de Estado a través de los centros clandestinos de detención fue la sustracción de la identidad de los detenidos, es decir, de aquello que los definía como humanos. Para llevar adelante esta sustracción, el terrorismo de Estado implementó en los campos de concentración una metodología específica que consistía en disociar a las personas de sus rasgos identitarios (se las encapuchaba y se les asignaba un número en lugar de su nombre); mantenerlas incomunicadas; sustraerles a sus hijos bajo la idea extrema de que era necesario interrumpir la transmisión de las identidades y, por último, adueñarse hasta de sus propias muertes.
Los captores no sólo se apropiaban de la decisión de acabar con la vida de los cautivos sino que, al privarlos de la posibilidad del entierro, los estaban privando de la posibilidad de inscribir la muerte dentro de una historia más global que incluyera la historia misma de la persona asesinada, la de sus familiares y la de la comunidad a la que pertenecía. Por esta última razón, podemos decir que la figura del desaparecido encierra la pretensión más radical de la última dictadura: adueñarse de la vida de las personas a partir de la sustracción de sus muertes.
Por eso, cada acto de los cautivos tendientes a restablecer su propia identidad y a vincularse con los otros en situación de encierro resultó una resistencia fundamental a la política de desaparición. Lo mismo ocurre cada vez que se localiza a un niño apropiado, hoy adulto, y cada vez que se restituye la identidad y la historia de un desaparecido. El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) se destacó desde muy temprano en la búsqueda e identificación de los cuerpos de los desaparecidos que fueron enterrados como NN. El Equipo Argentino de Antropología Forense posee un banco de datos que, en este momento, articulado con el Estado nacional, continúa permitiendo el encuentro entre los familiares y los cuerpos de las víctimas.
Estas, son formas de incorporar a los desaparecidos a la vida y a la historia de la comunidad, son modos de torcer ese destino que, según las palabras de Videla, era sólo una «incógnita».


¿QUÉ FUE LA APROPIACIÓN SISTEMÁTICA DE MENORES?
El ejercicio sistemático del terror –caracterizado por la desaparición de personas y la existencia de centros clandestinos de detención– desplegó otro mecanismo siniestro: la apropiación de menores. Los responsables del terrorismo de Estado consideraban que para completar la desaparición de la forma ideológica que pretendían exterminar era necesario evitar que ésta se transmitiera a través del vínculo familiar. Por eso, se apropiaron de los hijos y las hijas de muchos de los desaparecidos. Como dicen las Abuelas de Plaza de Mayo en su página web el objetivo era que los niños «no sintieran ni pensaran como sus padres, sino como sus enemigos».
El procedimiento de apropiación de niños y niñas se llevó a cabo de diferentes maneras. Algunos fueron secuestrados junto a sus padres y otros nacieron durante el cautiverio de sus madres que fueron secuestradas estando embarazadas. Muchas mujeres dieron a luz en maternidades de modo clandestino y fueron separadas de sus hijos cuando éstos apenas habían nacido. La cantidad de secuestros de jóvenes embarazadas y de niños y niñas, el funcionamiento de maternidades clandestinas (Campo de Mayo, Escuela de Mecánica de la Armada, Pozo de Bánfield y otros), las declaraciones de testigos de los nacimientos y de los mismos militares demuestran que existía un plan preconcebido.
Es decir: además del plan sistemático de desaparición de personas, existió un plan sistemático de sustracción de la identidad de los niños. Los niños y las niñas robados como «botín de guerra» tuvieron diversos destinos: fueron inscriptos como propios por los miembros de las fuerzas de represión; vendidos; abandonados en institutos como seres sin nombre; o dados en adopción fraguando la legalidad, con la complicidad de jueces y funcionarios públicos. De esa manera, al anular sus orígenes los hicieron desaparecer, privándolos de vivir con su legítima familia, de todos sus derechos y de su libertad. Sólo unos pocos fueron entregados a sus familias.
«La desaparición y el robo condujeron a una ruptura del sistema humano de filiación y se produjo una fractura de vínculos y de memoria», explica Alicia Lo Giúdici, psicóloga de Abuelas de Plaza de Mayo. Para reparar esa fractura surgió la Asociación Civil Abuelas de Plaza de Mayo, organización no gubernamental que tiene como finalidad localizar y restituir a sus legítimas familias a todos los niños apropiados por la represión política, como también crear las condiciones para que nunca más se repita «tan terrible violación de los derechos de los niños exigiendo que se haga justicia».
En todos sus años de lucha, las Abuelas encontraron a varios de esos nietos desaparecidos y pudieron generar conocimiento sobre el proceso de restitución del origen familiar. Así lo explican en su página web: «Las vivencias individuales de los hijos de desaparecidos, ya jóvenes, que descubren la verdad sobre sus historias personales y familiares son diversas y hasta opuestas. Existen, sin embargo, algunos factores comunes. Todos descubren, en primer lugar, un ocultamiento. En segundo lugar, esas historias están ligadas trágicamente a la historia de la sociedad en la que viven
(…) La restitución tiene un carácter liberador, descubre lo oculto, y restablece el “orden de legalidad familiar”.
La restitución descubre la eficacia del reencuentro con el origen, reintegra al joven en su propia historia, y le devuelve a la sociedad toda la justicia que radica en la verdad».
En la actualidad, aun después de más de 30 años, esta búsqueda continúa. Fueron encontrados más de cien niños desaparecidos (hoy adultos) pero todavía, se estima, faltan más de 400.


¿QUÉ FUERON LOS CENTROS CLANDESTINOS DE DETENCIÓN?
Durante los primeros años de la dictadura las Fuerzas Armadas organizaron el territorio nacional en Zonas, Subzonas y Áreas de control con el objetivo de exterminar a los «subversivos». Allí funcionaron los centros clandestinos de detención y exterminio4. Se trataba de instalaciones secretas, ilegales, a donde eran llevados y recluidos los detenidos-desaparecidos.
Los centros clandestinos de detención fueron instalados en dependencias militares y policiales, como así también en escuelas, tribunales, fábricas, etc. Durante los años del terrorismo de Estado el eje de la actividad represiva dejó de centrarse en la detención y el encierro en las cárceles –aunque esto seguía existiendo– para pasar a estructurarse en torno al sistema de desaparición de personas en los distintos centros clandestinos.
Todo el escalafón militar estaba comprometido con la operación represiva de los centros clandestinos, desde las «patotas» que se dedicaban a los secuestros, los llamados «Grupos de Tareas» –en su mayoría, integradas por militares de baja graduación– hasta los encargados de la tortura y los que tenían la más alta autoridad en cada una de las armas.
El funcionamiento de los centros clandestinos tenía su propia rutina. Las víctimas eran secuestradas en plena vía pública, en sus casas o en sus lugares de trabajo. Antes de ingresar a los centros no pasaban por ninguna forma previa de proceso policial o judicial.
Una vez adentro eran sometidas a condiciones extremas de detención: aislamiento, malos tratos, escasos alimentos, poca agua, mínima higiene. La tortura fue el principal método represivo utilizado para obtener información sobre la vida y las actividades de los prisioneros o los conocidos de éstos. Funcionó también como un primer mecanismo de deshumanización que permitió la administración de los detenidos en los campos de concentración. Muchos de los detenidos permanecieron en esta situación durante meses e, incluso, años hasta su traslado definitivo. Ese «traslado» no era más que un eufemismo porque, en general, significaba la muerte. Las estimaciones oficiales de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) arrojan actualmente la cifra total, provisoria, de 550 centros clandestinos. Algunos centros habían sido creados antes del golpe. En su mayoría estuvieron concentrados en el centro del país. Uno de los más conocidos fue la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), ubicado en la Capital Federal, sobre la Av. Libertador, en un barrio residencial, poblado y con circulación frecuente de personas. Su máximo responsable era el almirante Emilio Massera. Allí tuvieron lugar algunos de los hechos más aberrantes de la represión.
Hoy, más de treinta años después, este centro fue transformado en Museo de la Memoria. La pregunta quizás más inquietante que surge al conocer las historias de vida de quienes pasaron por la experiencia concentracionaria es cómo fue posible la existencia de este sistema represivo de desaparición forzada de personas. Es decir: cómo fue posible que la sociedad argentina haya producido y albergado campos de concentración en su propio seno.
Según explica Pilar Calveiro el campo estaba perfectamente instalado en el centro de la sociedad, se nutría de ella y se derramaba sobre ella. En su libro Poder y desaparición escribió: «Los campos de concentración eran secretos y las inhumaciones de cadáveres NN en los cementerios, también. Sin embargo, para que funcionara el dispositivo desaparecedor debían ser “secretos a voces”; era preciso que se supiera para diseminar el terror. La nube de silencio ocultaba los nombres, las razones específicas, pero todos sabían que se llevaban a los que “andaban en algo”, que las personas “desaparecían”, que los coches que iban con gente armada pertenecían a las fuerzas de seguridad, que los que se llevaban no volvían a aparecer, que existían campos de concentración.
En suma, un secreto con publicidad incluida; mensajes contradictorios y ambivalentes. Secretos que se deben saber, lo que es preciso decir como si no se dijera, pero que todos conocen».
El sistema de centros clandestinos, entonces, disciplinaba al resto de la sociedad, infundiendo temor y obediencia frente a lo que se intuía como un poder de dimensiones desconocidas y omnímodas. Se sabía que algo sucedía o, al menos, había indicios para saberlo, pero la mayoría no sabía exactamente qué era eso que sucedía y otros decidieron directamente no saber como un mecanismo de defensa. Sin cuerpos no hay pruebas, sin pruebas no hay delito, como tantas veces dijeron los militares mismos. La desaparición instalaba en la sociedad una incertidumbre y, sobre todo, un gran temor a lo desconocido y amenazante: ¿qué había pasado con el vecino, el compañero de trabajo, el amigo, el hermano, el hijo?, ¿dónde estaban?, ¿estaban vivos?, ¿estaban muertos?
Ese efecto era suficiente para imponer una cultura cotidiana del miedo y de la desconfianza («por algo será» o «algo habrá hecho»), del silencio («el silencio es salud») y del autoencierro. Tal vez, un buen ejemplo de esa sospecha y ese miedo difundidos en toda la sociedad sea aquella famosa publicidad del período dictatorial cuyo slogan decía: «¿Sabe usted dónde está su hijo ahora?». La sociedad era controlada y todos se controlaban entre sí. La sociedad se patrullaba a sí misma.

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